Guatemala sigue dando remanso y paz a los muertos del volcán

Familiares y vecinos de Alotenango, Sacatepéquez, (Guatemala), participan en el entierro de los cuerpos de 10 víctimas luego de la erupción del volcán de Fuego del 3 de junio de 2018.
Familiares y vecinos de Alotenango, Sacatepéquez, (Guatemala), participan en el entierro de los cuerpos de 10 víctimas luego de la erupción del volcán de Fuego del 3 de junio de 2018. / EFE
Efe
12 de julio 2018 - 11:22

A Julia se le paró el corazón el pasado 3 de junio. Desde entonces ya no le ha vuelto a latir con la misma velocidad ni con el mismo ritmo. La erupción del volcán de Fuego le arrebató a 18 familiares. Y hoy, más de un mes después, ha podido enterrar a la última decena para seguir viviendo.

Hace años que Julia abandonó San Miguel Los Lotes, la ciudad que quedó sepultada por la explosión y donde vivía una gran parte de su familia. Se casó con su marido, Genaro, y se fue a Alotenango, un pueblo cercano rodeado de montañas. Nadie le podía decir que ese volcán que ve todas las mañanas al despertarse le aniquilaría el ánimo.

"Esto es algo muy duro y muy difícil. Pero hemos luchado hasta el final", cuenta la joven a la Efe mientras observa los diez féretros, donde están sus padres, seis hermanas, una sobrina y una de sus cuñadas. Le duele el corazón. Pero aún le carcome más el alma recordar que no son los únicos. Ya ha enterrado a otros ocho.

Con los ojos encharcados, un gesto que viajó del dolor al alivio y la mirada clavada en su esposo, Julia cuenta que fue gracias a su familia que pudo darles paz y remanso a los suyos. Las autoridades y los bomberos los abandonaron. A su suerte.

Durante días acudieron solos a la zona cero a cavar con palas y a apartar las toneladas de ceniza y de arena con sus propias manos para buscar en el interior de la casa. Ahí estaban. Las mujeres en una habitación. El padre, el único hombre, en otra.

"Sentimos que nos abandonaron", apunta el hombre con una voz desgarradora. Sabe que ahora llega el tiempo de pasar página, pero no será fácil: "Se descansa por una parte, pero se sufre por otra". Genaro lo sabe bien. Su familia nunca volverá a estar completa.

Los corazones de todos han quedado parados, igual que los relojes de Alotenango. No han vuelto a marcar el tiempo desde el pasado 3 de junio. La gente mira con recelo el volcán, hoy un mar manso: "Mírelo que belleza". Bernardo señala esa nube de ceniza que sale del cráter. No tiene miedo. El cono es "su amigo", pero sabe que la erupción del 3 de junio fue "inmensa". Nadie se lo esperaba.

"Llegó sin avisar". Igual que la hora de levantar los féretros y llevarlos al cementerio. La gente empieza a formar filas. Los más pequeños cargan las fotos de los fallecidos. Para que no los olviden. Los hombres del pueblo, centenares, levantan los féretros y se van turnando durante las dos horas de trayecto.

Es el entierro más grande del pueblo y no quieren dejar de acompañarlos. Dejando que en su hombro descanse el peso de la muerte o paseando unas flores de colores, tantos como tiene el alma.

"¡Qué triste!", comenta una anciana con el pelo plateado, mientras se cubre con un paño verde. La pequeña es la que más pena les da. "Tenía toda la vida por delante". Ya no hay vuelta atrás.

El silencio y la música fúnebre solo se quiebran con los llantos y las conversaciones de una tragedia que ha marcado a todo un país. No solo a Julia. Ha arrebatado más de 113 vidas mientras otras 329 personas siguen desaparecidas.

Esta joven de pelo azabache sabe que entre la mujer que se despertó el domingo 3 de junio, a la hora en la que empezaban a salir los primeros rayos de sol, y la que este miércoles fijaba su mirada en la decena de féretros ha pasado una eternidad.

Toda la vida seguirá cargando con el peso de una erupción que la sacó de un profundo sueño y que le provoca dificultades para respirar. Solo le queda el consuelo de saber que vivieron juntos y se van juntos. Para volar. Para soñar. A las faldas del mismo volcán que le detuvo un corazón que hoy busca seguir latiendo.

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