Cuentos de la Calle: San Miguelito

La iglesia Cristo Redentor no solo es símbolo de fe, sino de cultura. Allí se celebró la primera misa típica panameña, gracias al impulso de líderes comunitarios como Colaco, Pepe Ríos y Poveda, quienes incorporaron letras y música vernacular a la liturgia.

En la esquina donde la avenida Fernández de Córdoba se cruza con la calle 16 de Río Abajo, se encuentra una historia viva. Allí, tres corregimientos —Pueblo Nuevo, Río Abajo y San Miguelito— convergen, no solo en geografía, sino también en memoria. Desde este punto, literalmente, comienza San Miguelito, un distrito que se formó con trabajo, fe y mucha martillada en las noches.

Maritza López, residente desde 1955, recuerda con claridad cómo fue la llegada de la emblemática escultura del Cristo Redentor, traída por la Armada de Estados Unidos luego de que su destino original —un cementerio polaco— resultara demasiado pequeño. La estatua fue descargada con grúas estadounidenses y colocada en lo que hoy es un punto central del distrito. “Panamá no tenía cómo cargar algo tan grande”, rememora Maritza.

La iglesia Cristo Redentor no solo es símbolo de fe, sino de cultura. Allí se celebró la primera misa típica panameña, gracias al impulso de líderes comunitarios como Colaco, Pepe Ríos y Poveda, quienes incorporaron letras y música vernacular a la liturgia. “Los sacerdotes nos animaron a que la misa hablara con nuestra identidad”, recuerda López.

El crecimiento de San Miguelito fue vertiginoso. En 1950 apenas vivían mil personas; para 1958 ya eran 13 mil, y en 1968 la cifra alcanzó los 63 mil habitantes. Mucho de este crecimiento se dio por invasiones organizadas, como las gestionadas por el recordado Belisario Frías, quien desde su venta de huevos en el Mercado Público contactaba con interioranos que llegaban a vender sus productos y les ofrecía terrenos para vivir. Ese espíritu pionero le costó incluso un arresto, al ser acusado de “insurrección” por el corregidor de entonces, Huerta Ponce. “¿De qué vive usted, señor Frías?”, le preguntaron. “De mis huevos”, respondió él, en referencia literal a su oficio.

Los barrios como Santa Librada surgieron por mujeres como Gloria Urriola, que trajo la imagen de la santa desde Las Tablas. En ese entorno nacieron también los bailes típicos, las ferias con carruseles y hasta juegos de toros, todo con la madera que se recuperaba de casas derribadas en la antigua zona del Canal.

Uno de los nombres más curiosos de este relato es “El Martillo”, el primer nombre de toda una calle donde, en las noches y fines de semana, los vecinos levantaban casas con láminas de zinc mientras el gobierno dormía. Al amanecer, las viviendas aparecían como por arte de magia. Las llamaban casas brujas.

El desarrollo trajo consigo al Instituto de Vivienda y Urbanismo (IVU) y políticas impulsadas por Omar Torrijos, que ofrecía el metro cuadrado a tres dólares sin urbanizar o cinco con urbanización. “La mayoría votó por los tres dólares, y por eso todavía hay veredas sin urbanizar”, comenta Maritza.

Hoy, en lo que fue aquella barraca del pueblo, donde se luchaba por agua y lotes, se yergue una comunidad con identidad, cultura y orgullo. Desde la Asociación Cívica de Santeños, vecinos como Horacio Herrera recuerdan que, más que un lugar, San Miguelito es una historia compartida. “Aquí no solo se vive, se camina y se cuenta”, dice.

Y como cada año, esperan con esperanza la celebración del desfile típico, mientras conservan la madera de hace más de 70 años que aún sostiene las casas y las memorias de quienes fundaron este distrito a punta de martillo, fe y comunidad.

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