El don de agradecer

Fernando Martínez, periodista de TVN Noticias.
Fernando Martínez, periodista de TVN Noticias. / TVN Noticias
Fernando Martínez
16 de septiembre 2020 - 10:32

Cuenta el escritor William Ospina que sus bisabuelos se encontraban entre los primeros que “buscando suelo propio” llegaron a poblar, después de tres siglos de casi total ausencia humana, la región de montes vírgenes que se extiende entre la selva de Florencia, el Valle del majestuoso río Magdalena y lo que hoy se conoce como el Tolima colombiano.

Allí, en esos parajes sin caminos, a los que sólo se aventuraban buscadores de oro en las viejas tumbas ceremoniales de los indígenas, llegaron también las costumbres ancestrales tejidas al calor de una convivencia basada en la solidaridad, el afán y el convencimiento de que la supervivencia humana siempre ha sido, fue y será el fruto de sueños y objetivos compartidos.

La humanidad siempre avanzó persiguiendo el ideal de otro mundo posible como parte de un proceso en que las viejas formas de convivencia y sus correspondientes relaciones sociales, económicas y culturales son sustituidas por otras nuevas.

Es el largo proceso de humanización, desde que nuestros ancestros homínidos pasaron de las primeras formas de cooperación y organización, basadas en la construcción de entornos de supervivencia, que dieron origen a la familia, la tribu, la agricultura, hasta nuestra era de satélites, robótica, inteligencia artificial, microchips y redes sociales.

Pero esta pandemia devastadora ha venido a recordarnos que hay valores llamados a prevalecer como condición de la supervivencia misma de la especie. Un microscópico virus provocó, en pocos meses, a la mayor potencia militar del mundo, más muertes que todas las que sufrió durante mas de una década de guerra en Vietnam y la cifra sigue escalando. A pesar de todos los conocimientos científicos y la tecnología disponibles, la humanidad sigue vulnerable a estos virus emergentes, tan mortales como desconocidos, como en los tiempos de la viruela, el sarampión, el cólera o la llamada peste negra. Por ello, sin importar cuándo estén listas las vacunas, salir de esta crisis (y de otras que provocarán otros virus emergentes a futuro) dependerá, en buena medida, de lo que hagamos colectivamente.

Dejando claro que la población mientras más pobre más vulnerable y que son ellos los que cargan con el mayor peso de la pandemia, no importa tu condición social, ni tu religión, el color de tu piel, nadie escapa de las consecuencias directas o indirectas si no adoptamos estrategias comunes. A problemas compartidos, soluciones colectivas. Si mi vecino de la otra acera, del otro barrio, de otro corregimiento o distrito no hace lo necesario para interrumpir el contagio, la amenaza se mantendrá sobre mi cabeza, la de mis familiares, amigos, etc. El virus, que también es una especie luchando por su supervivencia, necesita de nosotros para existir, si su transmisión se interrumpe, si un huésped, se acaba.

Médicos luchando contra el COVID-19 en Panamá.
Médicos luchando contra el COVID-19 en Panamá.

Por eso, el mayor valor de dar no lo posee aquel al que le sobra, sino aquel que, dando, sabe que devuelve lo que sin la ayuda de otros no tendría. Es mayor el sacrificio de aquel que no tiene comida en su casa y hace lo posible por proteger con su conducta la salud de los demás y evita ser un vector de contagio. Nuestra mayor gratitud -en especial la del Estado- debiera ser para ellos.

Todos somos deudores del aporte, el trabajo, el sacrificio de otros, pero hemos perdido la costumbre de agradecer. ¿Quién está agradecido del señor que recoge la basura en el portal de su casa, al que construyó la acera por la que camina, al que sembró y cosechó el fruto que te alimenta? ¿Quién le agradece al que puso el pecho y derramó su sangre para recuperar el Canal y nuestra soberanía? Se trata de un valor perdido en el mar de individualismo, superficialidad y consumismo que preconiza la sociedad de hoy.

El sistema de dominación ha desdibujado el sentido de pertenencia que hace posible la existencia del tejido social comunitario, ha deshumanizado la comunicación entre personas y conseguido, con bastante éxito, construir una sociedad de ególatras, malagradecidos y superficiales, cuya medida de todas las cosas es la posesión de bienes materiales y no el verdadero bienestar, mucho menos el reconocimiento del inmenso legado en el que descansa nuestra condición humana. En estos días está amenazado el don de agradecer, que en la casa de los ancestros de William Ospina se resumía en la costumbre de que, en el comedor abierto y familiar, su bisabuela siempre puso un plato para el peregrino.

Vista de la ciudad de Panamá en medio de la cuarentena total decretada por espacio de casi 5 meses.
Vista de la ciudad de Panamá en medio de la cuarentena total decretada por espacio de casi 5 meses. / Cortesía.

Pertenezco a una generación que vivió una era de grandes transformaciones políticas, económicas, sociales y culturales. Nacimos después del genocidio de Hiroshima y antes que la televisión. En mi casa, como en la de muchos, nunca sobró nada, al contrario, pero siempre vi a mi madre realizar el milagro de la inagotable profundidad de la olla en la que se multiplicó el sancocho para cualquiera que llegara. En su portal, todavía hoy, a nadie se le puede negar un vaso de agua y muchas veces vi a mi madre, cuando todavía podía hacerlo, llevar y dar a cucharadas a sus vecinos mayores el preciado néctar de la gallina dura, el ñame y el orégano. Ella me enseñó a agradecer.

La solidaridad contra la pandemia

La esencia de esa relación de solidaridad -base de ese instrumento de progreso humano que es el desarrollo comunitario- es lo que esta pandemia nos ha puesto frente a la cara. El desarrollo tiene que se incluyente o no lo es.

En el caso de Panamá tenemos una sindemia (definida así por el Decano de Medicina de la UP, Enrique Mendoza) en la que concurren simultáneamente tres pandemias a saber: la del COVID-19; la de las enfermedades crónicas prevenibles, consecuencia del total abandono del sistema primario y preventivo de salud en favor de uno curativo, diseñado por los gobiernos para robar, y que convierte a la enfermedad en una mercancía; y la tercera, la epidemia de la pobreza, que se traduce en la penosa condición de ser uno de los países mas desiguales del planeta.

Entrega de bolsas de comida en el interior del país, en medio del programa Panamá Solidario.
Entrega de bolsas de comida en el interior del país, en medio del programa Panamá Solidario. / Cortesía.

A escala global la crisis nos empuja a la búsqueda y construcción de un nuevo proyecto civilizatorio (el capitalismo en su momento lo fue) que recupere como prioridad la noción de futuro compartido y nos aleje del camino de la guerra en el que algunos desquiciados poderosos nos quieren embarcar. Además, este es un momento propicio para descartar la idea -en mi opinión, rotundamente equivocada- de que sólo con eso que los pitonisos de moda llaman crecimiento económico, la humanidad superará los cada vez más graves problemas que enfrenta.

Porque el sistema de dominación define e impone las pautas ideológicas a las grandes mayorías usando cada vez más sofisticadas herramientas de manipulación cultural, pocas personas ven las cada vez mayores fisuras del sistema. El llamado fin de la historia no existe ni para quien acuñó la frase.

El mundo vive una crisis sistémica, no diré que final o definitiva, pero su sola existencia merece reflexionar sobre los cambios que provocará. Pregunte a cualquier especialista con dos dedos de frente si la economía mundial corre o no hacia una crisis global de consecuencias impredecibles o si la guerra comercial declarada y abierta conducirá a resolverla o agravarla. No intente saber si estamos en la presencia de una crisis monetaria, ahora que las maquinitas de emitir moneda no han parado en el esfuerzo de tapar el agujero de los gastos de la pandemia en varios países centrales (los que, como Panamá, no tenemos maquinita estamos obligados a endeudarnos). Pregunte si no se aproxima una nueva hambruna, si está garantizada la seguridad alimentaria o si no se profundizará la crisis social (nutrición y agua potable, salud, vivienda, trabajo digno, etc.) en todas las latitudes.

Son demasiados problemas que, inexplicablemente, no están presentes en el discurso de nuestros gobernantes, como si su único campo de acción fuera contener la propagación del virus. Postergar la solución de los problemas no los hará desaparecer y, si nos guiamos por las voces y la publicidad de nuestras autoridades, el país marcha de maravillas, a pesar de que los “daños colaterales” son enormes. Para enumerar soló algunos: con las graves debilidades puestas al descubierto con la crisis, ya nadie habla de la necesidad de reformar nuestro sistema sanitario; la pérdida de empleos no es recuperable ni en el corto ni mediano plazo, la cifra de trabajadores informales se dispara (antes de la pandemia era el 44% de la PEA) en la misma proporción que aumenta el número de panameños de clase media que se precipitan debajo de la línea de la pobreza, lo que a su vez incrementa la cantidad de pobres que son empujados a la pobreza extrema. El discurso oficial se centra en reactivar las empresas y garantizar la liquidez de la banca, lo que puede ser importante, pero insuficiente. La contracción del consumo, la crisis fiscal, la corrupción, el aumento de la delincuencia e inseguridad, el agravamiento de la crisis educativa, el incremento de la deserción escolar, el agrandamiento de la brecha digital (de docentes y estudiantes) y un largo etcétera. En realidad, no existe un ámbito que no haya recibido el severo impacto de la crisis.

La informalidad ha aumentado en medio de la pandemia en todos los países del mundo.
La informalidad ha aumentado en medio de la pandemia en todos los países del mundo. / EFE

Heráclito decía que ningún hombre se baña dos veces en el mismo río. El mundo de la postpandemia no será el mismo. La llamada nueva normalidad será de cambios de gran magnitud. Que ocurran en medio de un clima convulsionado o violento dependerá, en buena medida, de que surjan nuevos liderazgos, a todos los niveles de la sociedad, no de los que emergen de las gastadas y corruptas prácticas políticas, sino aquellos que basados en la integridad y legitimidad moral y sean capaces de responder y orientar el creciente malestar de una población que, además de su vida, le quedará poco que perder.

La trascendencia de los cambios por venir también dependerá de la forma en que esas masas postergadas e irredentas se organicen para canalizar sus propias fuerzas y logren identificar objetivos comunes y estrategias colectivas para alcanzarlos. Es decir, la gratitud convertida en compromiso y organización, lo que se traduce dar para alcanzar el bien común.

Breve conclusión desde una experiencia personal

Después del descomunal susto que representó sentir el tufo de la parca, cuando me confirmaron el diagnóstico de neumonía por COVID-19, lo que más asombro me produjo, durante el período que estuve hospitalizado (y que me acompañará gratamente el tiempo que me quede de vida), fue la enorme e inesperada cantidad de expresiones de afecto y solidaridad de personas, amigos de todos los tiempos y distancias, cuyas voces de aliento invadieron el tinglado de mi lucha contra la enfermedad y me dieron el aliento y la fuerza necesaria para vencer la adversidad.

He buscado, como es natural, una explicación, especialmente porque soy un convencido de que la humildad y el don de agradecer son componentes de una misma materia y, al menos intencionalmente, no creo que la popularidad haya sido uno de los fines de mi vida. La única explicación que encontré ha sido, de nuevo: aprendí a agradecer a todo el que pasó por mi vida. Que he tratado de agradecer también a aquellos con los que no tuve o no tendré nunca contacto a lo largo de mi existencia, desde la comprensión de que el mundo no será mejor si no lo es para todos.

Lo saben mejor, aquellos con los que compartí el afán de dar lo mejor en todas las causas y sueños que abracé y abrazo. Aunque muchos hoy estén convencidos de que “ya no vale la pena”, que “ya aportaron lo que tenían que dar” o simplemente “el mundo nunca va a cambiar”, en el fondo de sus corazones saben que sin sueños la vida carece de sentido.

No sabía cuanto, pero la adversidad me ha devuelto amigos y afectos que creía extraviados en las encrucijadas del tiempo. Todos ellos, han dado un nuevo impulso a mi vida.

En un plano más personal, no puedo evitar referirme a la forma en que, desde los primeros días de mi enfermedad, cuando todavía no tenía un diagnóstico positivo, mi familia, capitaneada por mi hijo, José Antonio, organizó rigurosos procedimientos de aislamiento, desinfección, enmascaramientos, etc. que, sin ninguna duda, evitaron que el virus los alcanzara, a pesar de convivir bajo un mismo techo, incluida a mi anciana madre de 89 años. Ellos decidieron por mí, cuando prácticamente había perdido el discernimiento entre fiebres y desmayos, y junto a médicos comprometidos con su vocación, me empujaron por el camino de superar la enfermedad. La mejor noticia en los días iniciales de mi hospitalización fue saber que ninguna de las pruebas PCR aplicadas a todos los miembros de mi familia, había dado positivo. En ese momento lloré imaginando el dolor que resultados distintos me hubieran provocado.

A todos, rindo profundo agradecimiento en esta hora singular de la historia.

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