El don de andar

Opinión

El don de andar
El don de andar / Pixabay
Fernando Martínez
22 de septiembre 2021 - 00:47

Hace unos cincuenta años, Jorge, el mejor de mis amigos, que vivía en el barrio de Vista Hermosa, tomó la costumbre de madrugar y caminar desde su casa a la nuestra, en Villa Cáceres, para desde allí, junto a mi hermano, continuar hasta el Instituto Fermín Naudeau, en el barrio La Locería, a tiempo para iniciar la jornada escolar.

La libertad de andar

El recorrido lo hacíamos por la Tumba Muerto (todavía no tenía el nombre de Ricardo J. Alfaro), que era para entonces una calle de asfalto estrecha y oscura, originalmente construida por el ejército de los EE.UU. ya que bordeaba de un lado el territorio perteneciente a la base militar de Clayton, cubierto de selva espesa, en la que no existían los centros comerciales, barriadas, edificios o torres elevadas que hoy ocupan su espacio. Tampoco existía el “Camino de la amistad”, que ahora conecta El Dorado con las antiguas bases de Clayton y Albrook; el nombre del camino tenía el propósito de evocar la supuesta relación amistosa que debía existir entre panameños y norteamericanos.

Esa, nuestra travesía socrática por un tramo ahora irreconocible del pasado de nuestra ciudad, se hizo cotidiana durante esos años, los tres últimos de nuestra secundaria, que marcaron de forma irreversible nuestras vidas. Recuerdos de no solo lo que éramos, “felices e indocumentados”, sino también de la ciudad que fue desapareciendo sin dejar rastros en la memoria colectiva.

Nuestra vida para entonces era caminar. No solo por “ahorrarnos el pasaje”, mas que por nuestra precaria condición socioeconómica, andar era una forma de ejercer nuestra libertad. Era otro modo de despojarnos de ataduras, lo que en ese momento era una aspiración generacional global. Ser rebeldes o contestatarios ante el orden establecido era la regla y no la excepción de la juventud de entonces. Nunca fuimos tan felices como en esos días en los que no teníamos otra posesión que nuestras propias vidas, nuestros sueños y muchas ganas de perseguirlos. Sin percatarnos en ese momento, intuíamos que nada restringe más la libertad humana que la posesión de bienes materiales.

Caminar reconforta.
Caminar reconforta. / Pixabay

La pertenencia

La ciudad era para entonces un espacio de cercanía no solo geográfica, también humana, capaz de generar un entrañable sentido de identidad y pertenencia. No había crecido tanto como hoy en población, tamaño y hostilidad; había distancias, pero era divertido vencerlas. Cuando el trayecto era mayor, usábamos transporte público, pero era normal pedir un aventón para acercarnos a nuestro destino sin el peligro de morir en el intento. Se podía pedir agua en el portal de una casa, también en un café, restaurante o cantina sin la obligación de consumir; incluso usar el sanitario para desahogar las urgencias del camino sin que el propietario te echara como indeseable.

Todos somos el camino que hemos recorrido. Incluso si físicamente los lugares han desaparecido o cambiado tanto como para no reconocerlos, somos una cicatriz a veces borrosa en la piel de los pueblos o ciudades en cuyos confines anduvimos, una huella en el barrio que alguna vez habitamos.

Nada es peor que sentir que no pertenecemos a ninguna parte.

La historia personal y colectiva

Además, las ciudades reflejan la forma como nos relacionamos con el espacio y el medio ambiente en el que se levantan. Son construcciones sociales que, a su vez, derivan de las condiciones económicas de su población. Las ciudades reflejan sus contrastes. De un lado, barrios en los que prevalece el lujo y la opulencia; del otro, comunidades que expresan las necesidades de sus habitantes, la falta de servicios básicos, el hambre y la precariedad. También reflejan la desidia, ineficiencia o corrupción de sus gobernantes; la cultura, tradiciones y las formas de resiliencia de sus habitantes.

Los barrios populares siempre fueron las incubadoras del talento. En cada uno deberían estar visibles, como referentes, lo que el espíritu de superación hizo posible. En ellos germina y florece la música, el deporte, el arte y la ciencia, también los liderazgos auténticos. Cuando se viaja a otros países se ven placas que dicen: Aquí nació Fulano, prócer del país; Fulano, escritor nacional, músico, pintor, héroe o mártir…

Los barrios son también esa nuestra historia que pareciéramos estar empeñados en ignorar. El Chorrillo fue primero sitio de lavanderas y aguateros al que se iba en busca de agua para el consumo de los que vivían en el interior de la ciudad colonial amurallada. Luego, un barrio construido para recibir a los trabajadores antillanos de los megaproyectos interoceánicos. Un barrio obrero, igual que El Marañón o San Miguel. Santa Ana, cuna del arrabal, del liberalismo, el epicentro de la rebeldía nacional, de las gestas populares.

Barrios como Curundú (con tilde), Loma La Pava, nacieron para recibir a los que ahora llamamos “informales”, los que no tenían “cheque” al final de la quincena y, por ello, no eran admitidos en las casas de inquilinato edificadas por los casatenientes de la ciudad. Comunidades formadas en las márgenes (marginales) de la ciudad, en sitios malsanos, inundables o derrumbables, sin calles, electricidad, agua potable o servicios sanitarios, con veredas de cemento o sobre pilotes de mangle.

En cambio, La Chorrera fue estación de llegada para muchos migrantes interioranos que querían acercarse a la ciudad porque en sus pueblos no había escuelas para sus hijos, ni trabajo, ni tierra. Allí encontraron la proximidad a la urbe sin tener que vivir en ella, un lugar en el que todavía podían conservar el huerto, los árboles frutales y el patio con gallinas. Luego la ola migratoria cambió de dirección y La Chorrera (también Arraiján y todo lo que hoy conocemos como “el Oeste”), empezó a recibir a los que por miles expulsa la ciudad. En vez de interioranos empezó a recibir capitalinos. La región, ahora convertida en una provincia, empezó a alojar a una multitud que huye del lugar en se ve obligada a trabajar, pero en el que ya no queda sitio para “vivir” por costos alcanzables para sus ingresos. Por ello se les llama “ciudades dormitorio”.

Los asentamientos humanos no son accidentales; son el fruto de procesos históricos, algunas veces marcados por determinantes geográficos (la proximidad al mar o a un río); a centros de producción (ciudades industriales, portuarias, mineras), el comercio, el turismo, etc. Otras son el resultado de la violencia, la ambición e intereses de los poderosos, como los desplazamientos forzados por los terratenientes en nuestra vecina Colombia, o de las guerras entre países; o aquellas en las que los ejércitos de algunos países organizaron contra sus propios pueblos (Guatemala, por ejemplo). Otras veces, muy pocas en nuestro vecindario latinoamericano, son el fruto de la planificación.

Nuestras ciudades terminales (Panamá y Colón) también fueron el resultado de otra forma de marginación: la que impuso Estados Unidos al apropiarse de las mejores tierras de un lado y otro de la zanja a la que llamamos canal. La cerca colonial se convirtió en frontera que impidió el crecimiento natural de nuestras ciudades.

A lo largo del Camino de Cruces, hoy perdido por la desidia de gobiernos sin norte y sin memoria, y junto a las estaciones del ferrocarril (1850-54) surgieron los poblados que después sucumbieron al naufragio provocado por la construcción del Canal (1904-14): los “pueblos perdidos” que quedaron bajo las aguas del lago Gatún.

Si se pierde el andar, se pierden los caminos

Asombra hoy el proceso de extinción del andar del panameño en el imaginario individual y colectivo. Acaso porque la ciudad se volvió hostil y el caminar dejó de ser un don para convertirse en un peligro. Dejó de ser alegría y disfrute para convertirse en suplicio. También porque “las buenas costumbres”, resultado de la convivencia y la solidaridad, están siendo derrotadas por un individualismo y consumismo aplastantes, en un mundo en el que la comunicación virtual (de esos que llaman “nativos digitales”) desplaza a la comunicación humana.

¿Cómo llegamos hasta aquí? ¿Cómo llegaremos a alguna parte sin saber de dónde vinimos? ¿Será que estamos perdiendo el sentido de pertenencia a aquello esencial que nos conecta a la madre Tierra, a una familia, una escuela, una generación, a una comunidad? Es decir, ¿a un pasado y futuro común?

Ignoro las respuestas. Apenas puedo sentir lo que me hace falta e intuir el desolador camino por el que nos precipitamos. Apenas puedo escribir estas palabras con la esperanza de que alguien las lea. Para invitar a quien quiera seguirme a ejercer el don de andar. Al fin y al cabo, somos el camino.

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