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La respuesta, según los psicólogos, no está solo en la personalidad sino en la teoría del apego, un modelo psicológico que explica cómo se forman los vínculos emocionales desde la infancia y cómo esos patrones impactan en nuestras relaciones de pareja.
El psicólogo británico John Bowlby, pionero en este enfoque, planteó que todos los seres humanos tenemos una necesidad innata de establecer lazos emocionales profundos con figuras de protección, especialmente durante los primeros años de vida. Esos vínculos primarios, según su teoría, condicionan nuestra manera de relacionarnos cuando somos adultos.
De acuerdo con el psicólogo Alfonso Fernández-Martos, coordinador del área psicológica y psicopedagógica de la Universidad Carlos III de Madrid, existen dos grandes estilos de apego: el seguro y el inseguro.
“Todos queremos tener el seguro, aquel en el que el niño o niña se siente querido y protegido incondicionalmente desde que nace”, explicó Fernández-Martos en una entrevista citada por El País. Ese tipo de apego fortalece la autoestima, la independencia emocional y la capacidad para formar relaciones equilibradas en la edad adulta.
Por el contrario, cuando ese vínculo inicial es inestable o problemático, se desarrolla un apego inseguro, que a su vez puede dividirse en tres subtipos, con efectos muy distintos sobre cómo amamos:
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Niños que crecieron sin atención emocional constante aprenden a no mostrar sus emociones, a ser autosuficientes hasta el extremo de reprimir sus necesidades afectivas. Ya adultos, suelen mantener la distancia en las relaciones, son fríos o evasivos y pueden dar la impresión de que no les importa el otro.
En este caso, la infancia estuvo marcada por cuidadores sobreprotectores o inconsistentes. El resultado son adultos con miedo al abandono, celosos y dependientes, que necesitan pruebas constantes de afecto.
“Suelen convertirse en adultos emocionalmente dependientes, celosos e inseguros en sus relaciones afectivas”, detalló Fernández-Martos.
Este es el más complejo y suele originarse en experiencias traumáticas o relaciones con cuidadores abusivos. El patrón aquí es caótico: se desea cercanía, pero al mismo tiempo se teme. Puede generar relaciones donde el maltrato, la sumisión o la contradicción emocional son frecuentes.
Este escenario, bastante común, puede ser el origen de muchas relaciones disfuncionales. Imaginemos a una persona con apego evitativo y otra con apego ansioso: uno necesita espacio, el otro necesita afecto constante.
“Las relaciones son complicadas porque uno lo que quiere es distancia y el otro lo que quiere es cercanía”, explica Fernández-Martos. “Eso no significa que sean incompatibles, pero desde luego están condenados a tener una relación tortuosa”.
Por su parte, el doctor en psicología Jorge Barraca, experto en terapia de parejas, señala que la diferencia en el nivel de afecto entre los miembros de una relación no siempre es señal de problemas graves, sino que muchas veces se trata de estilos emocionales adquiridos.
“Hay personas que, por su educación, formación o relaciones anteriores, no se han prodigado mucho en las muestras de expresividad afectiva y, por tanto, son menos cariñosos con sus parejas que otras que sí lo han hecho”, afirma Barraca.
Sí. Aunque estos patrones se originan en la infancia, los vínculos afectivos que desarrollamos a lo largo de la vida, con amigos, parejas, terapeutas o figuras de confianza, pueden reparar, transformar o matizar un estilo de apego inseguro.
Esto da lugar a estilos mixtos, donde alguien con tendencias ansiosas puede aprender a confiar más y necesitar menos validación, o una persona evitativa puede empezar a permitirse la vulnerabilidad en un entorno emocional seguro.
Saber cuál es nuestro estilo de apego (y el de nuestra pareja) puede marcar una diferencia enorme en la calidad de nuestras relaciones. No se trata de encasillar a nadie, sino de entender los mecanismos emocionales que nos empujan a actuar de ciertas maneras cuando amamos, tememos o nos sentimos inseguros.