'La estación seca': piedra angular del cine panameño post-moderno
Como toda cinematografía emergente, la panameña necesita de un conjunto de obras fundacionales y abarcadoras, precisa de críticos e historiadores que demarquen milagros y jerarquías, requiere de apoyo cultural e institucional que estimule la existencia de obras que definan algo tan intangible como la “panameñidad”, e ilustren lo que significa habitar el istmo y las posibles respuestas cinematográficas a las eternas preguntas de quiénes somos y adónde vamos.
“La estación seca”, que fue rodada entre 2006 y 2008, y se estrenó recientemente en salas festivaleras, le confiere una respuesta decisiva y sorprendente a muy diversas sumarios estéticos y conceptuales, en tanto vale como retrato idiosincrásico, gentil experimento de docu-ficción simbólica, y cinema verité apartado muchos años luz del estrabismo oficialista televisivo, carta de amor a lo que merece ser salvado en un país, como muchos otros en este siglo XXI, donde se prolonga la sequía de oportunidades para la juventud, el arte y la belleza.
Es posible que la anterior afirmación les parezca excedida a algunos espectadores confundidos tal vez por el machismo criollo, casi folclórico, que el filme expone, o el coloquialismo y el tono relajado, de gracioso “work in progress.”
Quizás algunos se dejen obnubilar por la minuciosa autorreferencialidad de los tres protagonistas y su mentor (José Ángel Canto, Wladimir Uliantzeff y Edgar Soberón Torchia interpretan alter egos muy cercanos a sus biografías personales) y les parezca que se trata de poco más que una broma entre amigos.
Es probable que algunos se dejen marear por el nomadismo dubitativo de algunos de sus protagonistas jóvenes, pero “La estación seca” habla sobre la belleza y su perentoria erosión; habla sobre una juventud colmada de talento, fuerza y potencialidades que no encuentra espacio para construir la nación y apoyar el diseño del futuro.
Finalmente, en última instancia, el filme también discursa sobre la incapacidad de nuestros países (latinoamericanos, tercermundistas, subdesarrollados) para acumular experiencias y levantarnos sobre nuestros pies y caminar firmemente con un rumbo fijo en términos culturales, artísticos y también económicos y políticos.
De modo que el título “La estación seca” epitoma la voluntad de los realizadores (director, guionista, fotógrafo y editor) por captar instantáneas de una realidad en trance. Aunque debe advertirse que, por suerte, los cuestionamientos de tipo político y social tampoco se lanzan cual bofetadas al espectador, sino que se intercalan sutilmente en una narratividad construida a partir de las experiencias y diálogos de estos tres jóvenes: un cineasta recién graduado, un guía de turismo y la hermana de éste, que fue campeona de surf y ahora está en paro, seducida, embarazada y abandonada.
A ellos tres, se suman tres personajes que contribuyen con la densidad conceptual del proyecto: en primer lugar, está Omar, el mentor que comparte casa con los otros protagonistas y que pareciera representar una suerte de guía gnoseológico que los jóvenes precisan, aunque ni siquiera lo sepan; el personaje que interpreta Edgar Soberón encarna la coherencia intelectual, la sabiduría que se sabe amenazada por la proximidad de la muerte y, por ello, posee la disposición para decir la verdad que se le viene en ganas, sin tapujos.
También está la indígena Iguandili, amiga de Omar, que le confiere un curioso sustrato histórico-antropológico al filme, y Tita, la abuela del joven cineasta, que es pintora y por tanto se justifica que sea el único personaje rodeado de atributos coloridos, pues la inmensa mayoría del filme está concebido en blanco y negro.
Ella no dice una sola palabra a todo lo largo de los 55 minutos de metraje, constantemente absorta en sus pinturas, en la contemplación de la fealdad y la desintegración del entorno.
Por su persistencia y sus expresivos silencios, por su ruptura con la contingencia y a causa de los sugestivos colores que realzan su presencia en la representación, la abuela pudiera representar nada menos que la belleza y la libertad que heredamos todos, ésas que se desentienden de corduras oportunistas, cuentas y contratos y que sólo piden respirar, cohabitar amablemente con nosotros. Los personajes de la abuela y Omar son complementarios, tal y como la libertad y el conocimiento se complementan mediante la belleza.
Ahora que el cine panameño está abocado al aprovechamiento de la Ley de Cine y de los fondos estatales de fomento audiovisual, es el momento de reconocer en su carácter fundacional y alumbrador a “La estación seca”, una película honesta, amena y hermosa, en tanto es capaz de poner al día la cinematografía nacional, pues reconcilia las obsesiones de la modernidad (atención al contexto social y político, grandes relatos de relevancia nacional, ruptura con la tradición a partir de los principios de originalidad y novedad) con los imperativos del post-posmodernismo en términos de hedonismo y atomización, rizoma adventicio y relatividad inclusiva.
El director, coguionista, productor y protagonista José Ángel Canto, junto con el coguionista, productor ejecutivo y protagonista Édgar Soberón Torchia, y el actor y coguionista Wladímir Uliantzeff despliegan la lucidez y el entusiasmo de los pioneros a la hora de ofrecer una determinada visión del mundo que formula preguntas existenciales y juega con la crónica del absurdo.
Ellos tres, auxiliados por la hermosa cinematografía de Jeico Castro Ferrari y la edición ajustada a la historia de Aldo Rey Valderrama, redescubrieron el arte de llenar significativamente cada plano, siempre teniendo en cuenta las posibilidades visuales del medio y la intención indeleble de relacionar rostros y paisajes, psicologías y contextos, para que “La estación seca” se convierta, nada más y nada menos, que en piedra angular de la memoria visual panameña, en tanto la realidad nacional es vista a través de sus imágenes más características.